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Artículo escrito en en la sección 'Iritzia' de Gara el 21 de Julio del 2011.

Antonio Alvarez Solís - Periodista

La libertad sofocada

solisEn la sociedad primitiva y áspera en que vivimos, como es la española, tan poco apta para el discurso intelectual, hay que reflexionar todos los días sobre ciertas ideas esenciales a fin de que lleguen a producir alguna clase de poso. Por ejemplo, se debe insistir con fatigosa persistencia en que la libertad es un valor absoluto que no se puede fraccionar -no es posible tener más o menos libertad-, que se debe ejercitar plenamente para que exista y que consiguientemente no puede ponérsele cortapisas y someterla a temores sin que desaparezca.

La libertad es un absoluto. Se es libre plenamente o no se es libre. Se es libre o se está subyugado. No vale siquiera aplicarle, con una retrovisión romana, el estado intermedio de liberto, que es el caso actual de trescientos mil vascos que viven con el peso injurioso de haber recibido como donación lo que les corresponde por naturaleza. Está claro que un Estado donde la libertad sea una donación es un Estado colonial, con ciudadanos de ciudadanía irrelevante, siempre expuestos al rapto abrupto de esa libertad. Se habla por tanto de semiciudadanos, de paraciudadanos, si se ha de calificar con pleno rigor esta situación detestable, tanto más denigrante cuanto se sufre tal amputación de la libertad en la propia tierra a la que se pertenece, que hace de la libertad algo tan sensible como «mi libertad».

Esta condición de libertad provisional reviste siempre perfiles de un primitivismo pendenciero por parte de quien reprime sin más objeto que el protagonismo de una soberanía de contraste, o soberanía hueca, que en nuestro caso España viene practicando desde hace cinco siglos, esto es, desde su constitución como Estado moderno.

Puede hablarse en Euskadi seriamente de libertad, que es el valor que constituye fundamentalmente la política, cuando más de trescientos mil individuos existen ante un horizonte que de súbito puede convertirse en zona tormentosa? Seamos justos con el contenido cierto de la lengua.

Hace no más que horas la señora Rosa Díez hablaba con encendimiento de la necesidad de ilegalizar Bildu. También hace poco el sorprendente candidato socialista Sr. Rubalcaba -que está mintiendo un giro a la izquierda- definía la legalización jurisdiccional de Bildu como de una operación que no había resultado como se esperaba. El mismo Sr. Rajoy, que fuma cada día cachazudamente en pipa a la espera de que los dioses amanezcan catastróficos, ya ha hecho saber que un triunfo electoral de los «populares» significaría la reanudación de la guerra por parte del Estado en tierra vasca. Por su parte, los desflecados comunistas, que han afilado su hoz para limpiar de hierbajos la senda neocapitalista, se vuelcan en invenciones de futuro que equivalen a llamar a Cachano con dos tejas. Hablan de una difusa República federal sin mencionar quiénes se van a federar y de qué forma, pues debieran hacerlo previamente a adquirir su soberana capacidad de autodeterminación.

Pues bien, sobre ese suelo sulfuroso y volcánico ha de funcionar políticamente Bildu. ¿Funciona, pues, con libertad? ¿Estamos todos dispuestos a hablar con honestidad a los ciudadanos, al menos para que sepan que lo que les raciona el poder español como mejunje liberal es un inicuo bebedizo hecho de grandezas falsas y de justicia arbitraria? Lo más irritante para alguien que quiere vivir honestamente en libertad es que quienes le rodean asomados a otro balcón de ideas se pavoneen de su múltiple poder para disolverle o malvivirle Y eso se hace con Bildu todos los días mientras Bildu gobierna como quien hace una carrera sobre patines ¿Acaso es libre Bildu en tales condiciones? ¿Puede decirse de Bildu que está implicado en una lucha armada cuando solamente la sufre?

Este tumulto de agresiones, al que el ilustrado Occidente soslaya con acento lejano, posee además el inconveniente de pudrir la herencia de valores entre los que se encuentra la libertad y su principal brote político, que es la democracia. Los pueblos agredidos suelen recuperarse con cierta prontitud. Su biología social les impulsa a la sobrevivencia. Pero la gran quema de los valores desangra la tierra moral de la que brotan. Cuando se agrede a la libertad suelen producirse cicatrices que marcan por mucho tiempo el discurso claro de la razón.

La piel española está repleta de esas cicatrices que delatan la carencia de un humus progresista. Lo que más puede preocupar acerca del acoso que sufre la nación vasca para que no pueda constituirse políticamente como tal, con paz y amplitud, no es que se malogren talentos políticos y sociales que existen en la bodega vasca -ya brotarán otros- sino que arraiguen como seres normales los dirigentes que conducen su más alta gobernación en conexión con Madrid, tribu indotada para toda expresión democrática y poseedores de catecismos mínimos y estériles. Si no se ataja esa siembra -y ahí reside el duro trabajo de la calle- el futuro puede ser muy triste, al menos durante otro dilatado periodo.

El ambiente vasco resulta sofocante. Niego, pues, que quienes contaminan ese ambiente con su tarea de carcomas consigan otra cosa que incrementar las fracturas profundas entre los pueblos español y vasco. Vivir en armisticio permanente no ayuda a que surjan los puntos precisos y vitales de coincidencia.

Hay evidentemente un propósito más o menos diseñado en la práctica de las donaciones desde el Estado. Se trata de que quienes reciben esas partículas de poder o los beneficios materiales correspondientes teman la plena libertad que conllevaría la soberanía de su pueblo. La posibilidad de cambiar una serie de cosas por un pueblo ya soberano estremecen a quienes han dirigido el Euskadi sometido. No hablo, líbreme Dios, de ajuste de cuentas ni de revanchas. Estoy seguro de que el futuro vasco no transitará por esos andurriales.

La lucha vasca por la libertad ha sido demasiado dura para abonarla con esos mohos. Pero no dejarán seguramente los que entelaron el ambiente de abrigar un temor serio a encontrarse sin las fichas debidas para jugar la nueva partida nacional. Ser españolista en un Euskadi libre o haber sido colaborador de tibiezas no deja de amedrentar -aunque sea indebidamente- a quienes han hecho del miedo su lenguaje cotidiano.

Precisamente ese miedo al desheredamiento es el que tienen que superar los que hablan de resucitar la guerra del norte. A los soberanistas les basta con la soberanía. El Sr. Basagoiti, por ejemplo, podrá seguir hablando por teléfono con el Sr. Rajoy. Lo único que cambiará será la titularidad de la Compañía Telefónica ¿Es eso lo que teme el Sr. Basagoiti?

Cuando se examinan con detenimiento y «sine ira» las cosas que impiden la plena libertad de un pueblo se acaba por captar la misérrima dimensión de esas cosas. En el caso de Euskadi ya no se trata de arrebatarle la producción de petróleo o las pocas materias primas que interesan ya a los poderosos y que están produciendo los monstruosos genocidios en nombre de la libertad. Se trata de mucho menos.

Concretamente lo que Madrid quiere evitar es que la estructura española se desvele como un mapa hecho con un barato engrudo político. Los españoles se desconocen en la paz. No se han visto nunca como un pueblo regado por un único caudal sanguíneo. La sangre española únicamente es reconocible en la herida. Un español ha de ser antivasco para conseguir una cierta comunicación con otro español. O ha de ser anticatalán. Ha de sufrir. Y este sufrimiento hace que su gran empresa nacional esté teñida de ansias de venganza o de dominio. El entendimiento con otros es un fracaso.

 

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